Se incorporó, con los ojos cerrados aún, sólo para comprobar que no seguía dormida.
Abrió los ojos.
Nunca cerraba las persianas. Nunca dormía a oscuras. Le gustaba notar la llegada del día según iba amaneciendo.
Ya eran las once y la claridad era absoluta.
Se frotó los ojos, tumbada, para acabar de despertar. El envoltorio del preservativo sobre la mesilla le provocó una sonrisa.
“A ver cómo estamos hoy...”, pensó. Y buscó en su interior la sensación de angustia y temor que esperaba encontrar tras aquella noche. Buscó el sentimiento de abandono, la congoja y el miedo, pero no, no estaban.
Pelos sobre la almohada, manchas húmedas en las sábanas y su ropa arrugada en el suelo, pero angustia no, angustia no había.
Pegó su nariz a la almohada, lo olisqueó todo al encuentro de un olor que la llevase unas horas atrás. Se concentró en él, pero nada. Impasible.
Sonó el teléfono, atronador, aquella música machacona que había escogido.
Su ex-marido.
- Dime.
- El niño tiene tos. ¿Hay que darle algo?
- Dale un poquito de Flutox, si tiene flemas, y golpecitos en la espalda. ¿Qué tal durmió?
- Bien, bien. Se quedó otra vez, después del biberón, y se acaba de despertar ahora.
- Vale. Cualquier cosa llámame, ¿eh?.
- Ya sabes que sí.
- Abur.
- Chao.
Le resultó extraño hablar de su hijo así, desnuda, con el sexo tan presente por todas partes.
Había quedado a las doce y se le estaba haciendo tarde.
La derivada racista de la DANA
Há uma semana
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