Este jueves, como otras veces, lo llevo conmigo. En pijama, con la cena, la mantita y el puzzle en la mochila, y acompañados de su silla de paseo, que ya no usa, para tumbarlo si le entra el sueño.
Llegamos al Centro Cultural y nos reciben, sobre todo a él, con enormes sonrisas y muestras de evidente alegría. Después de los besos y los abrazos nos ponemos a trabajar. Subimos al escenario mientras él, sentado en el suelo sobre la manta, saca el puzzle de su caja y se pone manos a la obra.
Concentrado en su juego sólo levanta la cabeza y nos mira cuando advierte que la escena se pone interesante; algún movimiento que destaca sobre los demás, alguna voz subida de tono, los compases de una canción que le gusta especialmente.
De vez en cuando uno de los compañeros lo llama, desde arriba, o aprovecha una de sus muestras de atención para saludarlo o hacerle algún guiño gracioso. Entonces él sonríe, saluda y vuelve a su juego, tras buscarme con la mirada y asegurarse de que yo continúo ahí, junto a los demás.
Cumplirá 3 años en octubre.
Cada vez que lo miro, desde el escenario, para comprobar que está bien, y lo veo feliz en su juego, en ese entorno que le es tan familiar, siento la seguridad de que todo esto merece la pena.
La derivada racista de la DANA
Há uma semana
2 comentários:
Están muy bien, los niños que van a lo suyo.
Posiblemente es bueno, para eso, que vean y sepan que los padres también tienen lo suyo.
Lo que el niño no sabe es que estás actuando. De momento le da igual. No sabe que eso es especial, en una madre y en cualquiera. Y a lo mejor no llega a creer nunca que es algo especial. Pero me gusta pensar que este tipo de educación-no educativa (ver y oir como si anda, estar ahí casi cada uno a lo suyo) a veces da buenos frutos, previsibles y buenos frutos.
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