A veces me pregunto cuánto hay de vida en el lamento,
en el dolor, en la infelicidad.
La vida sin trauma no es vida. El que no sufre no vive,
estoy segura.
Pero a la vez, esa felicidad ingenua, de horas que pasan casi sin ser
vistas; el placer de llegar, sin más, sin esperar más, de sentarse y mirar al
techo y pensar qué haré de comer mañana; el disfrute de apagar la pantalla,
mirar el reloj y que todavía no sean las seis y media; el gozo de sentarse en
una mesa y hablar de nada durante horas, de temas ya hablados una y mil veces,
conversaciones repetidas desde hace años. ¿Quién puede decir que eso no es
también felicidad?
Um comentário:
¿Quién?
Yo creo que eso es o no felicidad dependiendo de cómo se viva. Y que se vive de un modo u otro dependiendo del equilibrio entre expectativas y realidad; equilibrio donde influye, por ejemplo, lo que hagamos el resto del tiempo.
O sea, que esos momentos pueden ser maravillosos, un descanso donde disfrutar del placer de vivir con calma y rodeados de cariño; o pueden ser, cuando nunca hay nada más, el colmo del hastío. ¿No?
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