Comencé mi vida laboral en hostelería, lo que me permitió emanciparme, continuar y finalizar, mis estudios.
Trabajaba en un restaurante, como camarera, y aunque es sin duda un trabajo duro que provoca un cansancio físico innegable, si el ambiente es bueno (y aquí lo era), puede reportarle a una momentos realmente buenos. En mi caso, así fue.
En ciertas ocasiones, normalmente coincidiendo con las épocas de vacaciones o con alguna fiesta local, el establecimiento se llenaba repentínamente y todos corríamos, atareados, al grito de "¡¡Estamos en la mierda!!".
Recuerdo perfectamente esa sensación de prisa, de tensión, ese estar al límite, deseando que aquel señor se terminase de una vez su puñetero café o que aquella rubia oxigenada dejase de pedir "más pan" cada 10 minutos.
Después, cuando acababa el turno y los clientes iban abandonando el local, nos quedábamos allí, resoplando, comiendo o cenando juntos, comentando las anécdotas de la jornada y prolongando gustósamente la conversación hasta que el reloj nos indicaba que ya iba siendo hora de marcharse.
Fue una época estupenda, en la que viví momentos y experiencias que sé que nunca se repetirán. Y lo cierto es que, últimamente, me sorprendo recordándola una y otra vez. Recordándola y echándola de menos.
A pesar de que sé que en aquel momento resultó, en cierto modo, frustante para mí. A pesar de que no olvido la sensación de incertidumbre, de temporalidad, la falta de seguridad, creo que fui muy feliz. O tal vez sólo lo imagino.