Cumplo años y me doy cuenta de cómo envejezco porque cuento la edad que tengo en función del año en el que vivo (cuando abrí los ojos, esta mañana, pensé: “¿43 o 44? Ah! 43, que estamos en 2017”). Ojalá nunca olvide el año en que nací.
Mi cumpleaños era la fecha más importante de cada año, para mí. No entendía como mi madre, mi padre, mis abuelos, podían pasar por encima del día de sus propios cumpleaños sin pena ni gloria. Ahora ya lo entiendo.
El nacimiento de mi próximo sobrino. El cumpleaños de mi hijo, la celebración de nuestro primer encuentro, el día en el que lanzaré mi nuevo proyecto profesional, el cumpleaños de mi novio, los días de Nochebuena y Reyes… Esos son, ahora, mis días importantes. Con los años, el foco se va dirigiendo hacia fuera.
No me siento mayor, la verdad. A veces miro mi cara en el espejo y me cuesta entender que esas arrugas, esa mueca imborrable, esa piel que sobra es mía. Por suerte, sigo teniendo las tetas en su sitio…
Pero por dentro, por dentro es por donde más noto mi cambio. Y me gusta. Me siento más segura, más tranquila, más independiente y más yo.
La vida, en cada golpe que te arrea, te puede dar una lección si estás lo suficientemente atenta y abierta para recibirla. Yo no lo he estado en muchas ocasiones, pero en otras sí. Y he aprendido mucho y he dejado pasar lecciones de las que ahora me arrepiento de no haber extraído casi nada.
Hace unas semanas he temido la muerte por primera vez. Nunca antes había temido la muerte si no era con dolor, porque es el sufrimiento lo que me aterra. Pero, pensando en lo que dejaba aquí y en su sufrimiento, temí por él, por no poder acompañarlo ni librarlo de sus males.
Los años pasan y nosotros pasamos a la misma velocidad. Ahora más rápido que antes, porque el camino que nos queda es cada vez más corto.
Pensándolo bien, solo le pido a la muerte que me permita conocer a todos mis nietos el tiempo suficiente para que ellos me recuerden.
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