La tarde de ayer la pasé en la playa con mi amiga M. Está embarazada de 5 meses y feliz. Hablamos sobre todo de nosotras, de nuestras vidas y de nuestros hijos presentes (el mío) y futuros (la suya).
Y hablando hablando llegamos al tema de cómo tener a nuestros hijos.
Ella decía no entender que yo no quisiera tener un hijo biológico. Y la verdad, me cuesta explicarlo.
El embarazo me parece un proceso alucinante. Pensar que ahí dentro se está gestando un cuerpo, con su corazón, sus pulmones, su cerebro... Un cuerpo que va a ser independiente, que va a pensar, a sentir, a ser. Me resulta alucinante, increíble. Me emociona... pero, para mí, eso no tiene nada que ver con la maternidad. Me encanta verla a ella o a mi hermana, cuando estuvo embarazada, o a mis cuñadas. Notar a sus hijos moverse en su interior, ver cómo crecían, como iban cambiando, como se iban convirtiendo en ellos, me parece una experiencia alucinante, pero no la deseo.
A mí nunca me ha interesado tener un hijo, engendrarlo. Lo que me ilusionaba, lo que deseaba con todas mis fuerzas, era ser madre y, pudiendo escoger, prefería que mi maternidad aportase algo más, que no me beneficiase solo a mí, porque eso me hacía más feliz.
El milagro de la generación de vida es impresionante pero el milagro de la continuación de la vida no lo es menos.
Pensar en la otra madre de mi hijo, en que juntas hemos hecho posible que esté aquí, que exista, que crezca, que viva, que sea feliz... me conmueve. Saber que la una sin la otra no lo habríamos conseguido es algo que me produce una sensación tan increíble, tan plena, que me cuesta entender que alguien siga cuestionándose por qué no me planteo escoger otra opción.
Supongo que es difícil llegar a comprender un sentimiento, a entenderlo aunque no lo compartas. Yo la entiendo a ella pero creo que no he conseguido que ella me entienda a mí.
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