De niña, lo que más recuerdo es el olor de la piel de mi
madre. Me acercaba a su cuello y, simulando un beso, inspiraba profundamente el
olor de su nuca. Dejaba reposar mi nariz entre su cuello y su hombro. Recuerdo
sentarme en su colo*, mientras los mayores hablaban, y escuchar cómo resonaban
sus palabras apoyando mi cabeza en su pecho. Y recuerdo llorar, muchísimo (con
tantas ganas como las que siento ahora que lo escribo) cuando, de noche, la
echaba de menos.
De niña, recuerdo la voz fuerte de mi padre. Esperarlo
impaciente al mediodía para llevarle solícita las zapatillas. Acostarme a su
lado, en la cama, para echar la siesta y hundir la cabeza en su almohada para
(de nuevo) aspirar ese olor a paternidad.
Recuerdo sus manos soltando el volante mientras conducía y
mi pavoroso miedo. Y hacerme la dormida, en el coche, para que él me llevase a
casa en brazos.
El olor de mi madre lo he reconocido en todas las personas a las que he
amado. Ese olor ha sido la medida de mi amor.
* Regazo
La derivada racista de la DANA
Há uma semana
Um comentário:
Q bonito e compartido tamén, eu choro con frecuencia añorando eses momentos ou o medo a non poder sentilos máis.
Postar um comentário