Cuando era una niña el futuro, para mí, era el momento en el que tuviese 35 años. Esa era la edad crucial, el momento en el que mi vida ya debía de estar colmada o, más bien, completamente definida y estructurada.
Me imaginaba alta, delgada, con una larga melena oscura y lacia, vestida con traje de chaqueta. Me rodeaban 3 o 4 retoños a los que se les intuía un padre, y fiel esposo, que nunca aparecía en estas ensoñaciones, pero de cuya existencia a mí no me cabía la más mínima duda.
Vivíamos en una casa de campo, próxima a una gran ciudad y teníamos un perro y varios gatos.
Yo me veía entrar en casa, maletín en mano, quitarme la chaqueta y llamar a mis hijos que acudían siempre, presurosos y sonrientes, a recibirme.
Cuando era niña ese futuro era mi meta. De adolescente, aunque la imagen varió ligeramente (ya no había melena larga, ni maletín), mi destino era prácticamente el mismo. Y así, día tras día, año tras año, he vivido siempre hacia el futuro, para llegar a ese punto que yo había situado en la edad que tengo ahora.
Y ese momento ya ha llegado. Ya estoy en mi futuro. No hay melena, ni maletín, ni traje de chaqueta, ni esposo fiel. Los cuatro retoños se han quedado en uno, la casa de campo en un bajo alquilado en una calle peatonal, eso sí, con vistas a un parque. Y los
gatos, los perdí por el camino.
Y me gustaría, llegada a este punto, ser capaz de dejar de vivir para el futuro y disfrutar por fin del presente. O empezar, por lo menos, a intentarlo.