Este año, la mayoría de mis compañeros de colegio, instituto y carrera cumplen, como yo, 40 años.
El sábado fuí a la primera celebración: era una fiesta sorpresa para uno de mis compañeros de carrera. Nunca fuimo íntimos amigos pero siempre nos llevamos muy bien y yo le guardo un profundo cariño. Hacía 14 años que no nos veíamos.
Allí aparecimos una amiga (mía) y yo. De la Escuela (yo estudié en una Escuela, no en una Facultad), apenas había 3 o 4 personas. El resto, todos amigos actuales del homenajeado.
Estábamos, la verdad, un poco fuera de lugar. Él se alegró mucho de verme (tanto como yo a él) pero su mujer, a la que yo no conocía puesto que se habían emparejado durante estos últimos 14 años, nos miraba con cara de pocos amigos. El resto de invitados, exceptuando mis propios compañeros de carrera, lanzaban alguna que otra mirada de reojo preguntándose quién coño eran aquellas dos a las que nadie conocía.
Estuvo muy bien. Aquel ambiente cerrado, aquellas miradas de sospecha y el interés mostrado únicamente por el hermano del cumpleañero y su amigo (un par de crápulas treintañeros buscando algo más interesante que una conversación) hizo patente lo cerrados que podemos llegar a ser, la amenaza que supone lo que desconocemos, siempre sospechoso (incluso en una situación como aquella).
Nos fuimos con los dos crápulas y resultó ser una noche de lo más divertida. Hacía mucho tiempo que no bailaba, mucho tiempo que no hablaba de mi vida con un perfecto desconocido al que sabes que es muy probable que no vuelvas a ver. Realmente fue un regreso a los tiempos de la Escuela, 20 años atrás.
La resaca del domingo mereció la pena.
Tres calles
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