Se acerca a nosotros una señora:
- ¿Es tuyo?-Asiento con la cabeza.Y aquí le toca el pelo, lo agarra por el mentón y le aprieta un poquito los mofletes. Cibrán intenta apartar la cara. Se gira hacia mí y su cara de enfado es evidente.
- ¡Ay! Qué bien. ¿Y tuyos... tienes? (Lo típico)
- Sí, este.
- Ya, no... Digo...
- Es hijo único.
- ¡Ah! Muy bien. Qué guapo es. Es guapísimo. ¿Y hace mucho que lo tienes?
- Sí, 5 años.
- ¡Ay! Qué lindo, mira qué vergüenza le da.Sorprende la escasa empatía que los adultos solemos mostrar hacia los niños. No es vergüenza, es cabreo, porque a mi hijo no le gusta que le toqueteen el pelo ni que le aprieten la cara los desconocidos. Y se lo hacen un par de veces al día, como mínimo.
Cibrán se levanta a jugar con su patinete y le pido que tire la cáscara del plátano en la papelera. Se lo digo en gallego.
- ¡Anda! ¡Y le hablas en gallego! ¿Y te entiende?La conversación continuó: lo raro que es que alguien de mi edad hable en gallego en esta ciudad, la lotería que le había tocado a mi hijo (“a mí sí, desde luego” le aclaré), lo guapos que son todos (aquí no hice aclaración) y demás tópicos.
- Sí, claro, es su idioma.
Pero hubo una cosa que me gustó mucho. La señora me comentó de conocidos y parientes que también habían adoptado y me dijo:
- Y hay quién dice que no es lo mismo. Y mira tú, si nadie sabe cómo te van a salir los hijos... ni los tuyos ni los otros. Si al final, el 90% es la casa.Se fue, después de un rato, dándome la enhorabuena y alegrándose de conocernos.
Los adoptantes solemos poner una barrera a las incursiones de los extraños. Suele haber comentarios poco afortunados, frases desacertadas y, muy habitualmente, un exceso de confianza. Pero creo, y este caso es un buen ejemplo, que lo normal, lo que casi siempre hay por parte de estos “intrusos” es buena intención y ganas de demostrarnos su apoyo y su interés.