Hace casi 9 años, en el mes de septiembre de 2009, volvía junto con mi hijo a mi antiguo colegio, esta vez para dejarlo a él en sus aulas.
No había cambiado mucho, la verdad. Y me hacía especial ilusión que él iniciase su andadura académica en la misma aula que yo había utilizado años antes.
Lo dejé llorando (llorando él y conteniendo las lágrimas yo) y, aunque la profe nos insistía en que nos marchásemos tranquilas, que iban a estar bien, las dos o tres madres que estábamos allí nos revolvíamos nerviosas.
Tenía razón Pili, iban a estar bien.
Han transcurrido 9 años entre aquel renacuajo ceceante y el medio-hombre que en breve apoyará su brazo en mi hombro.
Ha tenido excelentes maestras y otras que no lo fueron tanto. Ha hecho amigos y amigas, ha jugado, reñido, cometido alguna gamberrada y también algún que otro acto heroico. Todo lo que ha vivido estos años lo ha compartido conmigo, con mamá.
Y ahora…
Esta mañana los veía bailar. Más de 50 niños y niñas, que han sido sus compañeros todo este tiempo y que, la mayoría, seguirá siéndolo en los años siguientes.
Renacuajos que lloraban hace nada, agarrándose a nuestras piernas antes de entrar en el aula, y que ahora te lanzan una mirada mortal cuando intentas darles un beso en la puerta del colegio.
Nos tocan unos años de mendigar hasta que vuelvan los besos y los abrazos espontáneos.
El instituto fue una etapa muy dura para mí, luchando entre lo que era y lo que quería ser, entre lo que me gustaba y lo que deseaba gustar. La recuerdo tan bien que seguramente por eso los adolescentes me resultan tan interesantes.
No vamos a poder evitarles el dolor, el miedo, la pasión no correspondida, las ganas de alejarse de nosotros, ni la sensación de soledad.
Espero que todo eso, junto a todo lo bueno que trae crecer, nos permita ver, dentro de unos años, cuando acaben esta nueva etapa, a esos mismos niños y niñas tan felices como los he visto hoy.
Mucha suerte, Surillé!! Konjo!